martes, 17 de octubre de 2017

Observaciones al artículo de D. Francisco José Delgado sobre la pena de muerte



por Bruno Moreno,
 Me alegra que D. Francisco José, en su excelente blog Más duro que el pedernal, haya emprendido la labor de explicar teológicamente la pena de muerte. Por la amplitud del tema, yo me había limitado a mostrar con citas en un artículo reciente que la Tradición católica, así como la Escritura y el Magisterio, no consideraban la pena de muerte intrínsecamente mala.

Sin embargo, no basta mostrar esa postura tradicional, sino que también hay que explicarla, como ha hecho él.

Me han gustado especialmente en el artículo la importancia de excluir razonamientos basados en que el fin justifica los medios, la necesidad de no caer en sentimentalismos y la clara diferenciación entre la cuestión doctrinal de si la pena de muerte es o no intrínsecamente mala y la cuestión prudencial de si en un momento determinado y unas circunstancias precisas es conveniente utilizarla, que en principio puede recibir una respuesta diferente en épocas distintas. Son aspectos esenciales para entender bien la postura católica en este ámbito y, aunque en muchos ambientes no resulten populares y políticamente correctos, es necesario recalcarlos.

Hay otros aspectos del razonamiento del artículo, en cambio, que no terminan de convencerme del todo y creo que conviene señalarlos, para que podamos profundizar más en la cuestión, que es lo que todos queremos. En particular, parece decir D. Francisco José que la pena de muerte es: a) únicamente legítima defensa, b) no se trata del castigo proporcionado a un delito grave, c) excluye el valor expiatorio, d) no debe usarse como factor disuasorio para otros delincuentes y e) constituye un caso de doble efecto, porque cualquier acto cuyo objeto moral sea matar a un ser humano es intrínsecamente malo. Incluso aunque yo hubiera entendido mal su pensamiento, creo que no vendrá mal discutir estas cosas, para mayor claridad.

Estoy trabajando y no tengo tiempo más que para apuntar un par de cosas, así que veamos brevemente lo que podría matizarse en cada caso, para mostrar que se trata de un tema muy amplio y profundo:

a) La pena de muerte no es mera legítima defensa:

Aunque la pena de muerte está muy relacionada con la legítima defensa no puede limitarse a ella, porque la legítima defensa no impone “penas", ni se aplica a culpables, sino a enemigos, ni su ejercicio se limita a las autoridades, sino a todo el que tiene que defenderse. La pena de muerte, como su propio nombre indica, es una pena y su tratamiento debe encuadrarse en el tratamiento general de las penas.

Tanto Santo Tomás como el Catecismo explican que el concepto de pena va mucho más allá de la legítima defensa y así deben entenderse todas las penas impuestas por la autoridad, incluida la de muerte. En cuanto al Catecismo, no es correcto que plantee la pena de muerte meramente como legítima defensa. D. Francisco José solo parece haber tenido en cuenta el artículo 2267, pero eso es una visión parcial de la doctrina que ofrece. Es particularmente importante, como veremos, el artículo anterior al citado por D. Francisco José, que habla de lo común a todas las penas y, por lo tanto y como se puede ver por el contexto, también de la pena de muerte.

Es cierto que, en los artículos de la Summa Theologiae que cita D. Francisco José, Santo Tomás dedica gran parte de su argumentación a la defensa, pero eso se debe a que la cuestión fundamental que se plantea en ese momento es si cualquier persona puede matar a un criminal o es solo la autoridad constituida quien puede hacerlo. La razón por la que es algo reservado a la autoridad es que ella tiene encomendada la defensa del bien común, pero eso no excluye en ningún caso uqe la pena de muerte sea una pena y deba comprenderse como tal.

Como veremos a continuación, el hecho de que la pena de muerte sea precisamente eso, una pena, tiene consecuencias fundamentales para comprender su naturaleza y la moralidad de su aplicación.

b) Pena de muerte como restablecimiento del orden:

En realidad, toda pena tiene como misión fundamental restablecer el orden natural vulnerado, como enseña Santo Tomás, de modo que solo se puede castigar al culpable y en función del delito cometido. El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica diciendo que “La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa” (CIC 2266).

Este aspecto es esencial para que la pena de muerte sea una pena justa. Si la pena no fuera el justo castigo a un delito cometido, por definición, su aplicación sería injusta. Asimismo, si la pena de muerte no fuera un castigo proporcionado a un delito grave, el Estado podría imponer la pena de muerte a cualquiera que supusiera una amenaza para la sociedad. Es decir, no solamente al que hubiera cometido un delito, sino al que se estimase que podía cometerlo en algún momento, de igual modo que es posible disparar contra un soldado enemigo que acaba de llegar al frente y aún no ha disparado a nadie.

c) Importancia del valor expiatorio:

El Catecismo explica, en el número anterior al dedicado a la pena de muerte, que “cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación” (CIC 2266). Esta posibilidad es fundamental en toda pena, incluida la pena de muerte o, mejor dicho, especialmente en la pena de muerte.Ninguna pena puede excluir el valor expiatorio, porque si lo hiciera pasaría de ser una pena justa a una monstruosidad injusta, equivalente a tratar a un ser humano como si fuera un animal.

D. Francisco José parece deducir la exclusión del valor expiatorio de la comparación que hace Santo Tomás en la Summa entre la pena de muerte y el deber de un médico de amputar un miembro para salvar al enfermo. Hasta donde yo puedo ver, sin embargo, el ejemplo es simplemente eso, un ejemplo para mostrar la necesidad de actuar por el bien común, y no se puede llevar al extremo de igualar a una persona, aunque sea culpable, con un mero objeto como puede ser un brazo amputado.

La asunción por el reo de la pena impuesta como expiación de su delito se puede contemplar en el mismo Evangelio, que relata cómo el primer santo canonizado, San Dimas, dijo al mal ladrón: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros la sufrimos con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, este nada malo ha hecho” (Lc 23,40).

d) Valor disuasorio y medicinal:

Es evidente que la pena de muerte, si se utiliza, puede y debe usarse como factor disuasorio. Como toda pena impuesta por las autoridades, la pena capital tiene un aspecto ejemplarizante que es legítimo e importante. Así lo enseñaba, por ejemplo, San Agustín: “Algunos hombres grandes y santos […] castigaron con la pena de muerte algunos pecados […] para infundir saludable temor a los vivientes” (San Agustín, El Sermón de la Montaña, c. 20, n. 64). Se puede defender que no es el factor fundamental y que no determina sustancialmente la moralidad de la aplicación (quizá sea eso lo que quiere decir D. Francisco José), pero no parece que exista ninguna razón para negarlo o no tenerlo en cuenta.

De hecho, el rechazo de este valor sería contradictorio con el mismo aspecto de legítima defensa, ya que forma parte del mismo. Para defender el bien común, la autoridad no se fija únicamente en las consecuencias inmediatas de una pena, sino también en su efecto sobre la sociedad en general. No parece, pues, que haya razón legítima para desechar este aspecto de la pena de muerte.

Finalmente, el Catecismo indica que conviene que toda pena tenga“una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable” (CIC 2266). Aunque es frecuente que esto se alegue contra la pena de muerte, lo cierto es que la finalidad medicinal no se excluye en ella, según explica Santo Tomás:

    “Y el que los malos puedan enmendarse mientras viven no es obstáculo para que se les pueda dar muerte justamente, porque el peligro que amenaza con su vida es mayor y más cierto que el bien que se espera de su enmienda. Además, los malos tienen en el momento mismo de la muerte poder para convertirse a Dios por la penitencia. Y si están obstinados en tal grado que ni aun entonces se aparta su corazón de la maldad, puede juzgarse con bastante probabilidad que nunca se corregirían de ella” (cf. Summa contra Gentiles III, 146).

En favor de esto, se pueden alegar incontables testimonios de casos en que la condena a muerte de un reo ha sido la ocasión propicia para su conversión, empezando por el más famoso de todos, que ya citábamos anteriormente: San Dimas, el buen ladrón.

e) El principio de doble efecto:

A mi entender, la comprensión más tradicional y correcta de la obligación impuesta por el quinto mandamiento es la que entiende “no matarás” como “no asesinarás” o “no matarás al inocente“, teniendo en cuenta tanto el original hebreo como el hecho de que ya en Israel se entendió de esta forma el mandamiento. Así lo explica el mismo Santo Tomás:

    “Porque en la ley que dice: “No matarás”, se añade poco después: “El reo de bestialidad será muerto”. Con lo cual se da a entender que la muerte injusta está prohibida. -Cosa que se deduce también de las palabras del Señor, porque al decir: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, añadió: “Pero yo os digo que quien se irrita contra su hermano”, etc. Y esto demuestra que la muerte que procede de la ira está prohibida, pero no la que obedece al celo por la justicia” (Summa contra Gentiles III, 146).

También el Concilio de Trento explica que “el uso justo de este poder [de condenar a muerte], lejos de ser un crimen de asesinato, es un acto de obediencia suprema al Mandamiento que prohíbe el asesinato”. En ese sentido, la pena de muerte no es un caso de doble efecto, sino que se basa en que la muerte de un agresor no entra en lo prohibido por el mandamiento.

Defender que la pena de muerte es un caso de doble efecto sería un mero juego de palabras, porque la realidad es que se busca directamente matar al reo. Si lo considerásemos un caso de doble efecto, en el mismo sentido podríamos decir que la madre que aborta “en realidad” no quiere matar al hijo, sino solo preservar su libertad, pero sabemos que eso no es más que un intento de encubrir una ilegítima aplicación de “el fin justifica los medios”. La Iglesia siempre ha enseñado que no se puede matar intencionadamente a un inocente, sin importar el fin.

Lo apropiado, pues, es que condenar a muerte a alguien, como pena adecuada al delito cometido, no es un caso de mal menor o doble efecto, porque no se trata de la muerte de un inocente y, por lo tanto, no es un comportamiento prohibido por el quinto mandamiento. El Catecismo habla, significativamente, del “derecho inalienable de todo individuo humano inocente a la vida” (CIC 2273, énfasis mío). Pío XII explicó esto diciendo que:

    “Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida” (Discurso a los participantes en el I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, n. 28, 13 de septiembre de 1952)

En conclusión, creo que es importante que, al tratar el tema de la pena de muerte lo hagamos dentro de la comprensión más amplia que tiene la riquísima tradición católica de lo que son las penas, el poder de la autoridad, el significado del quinto mandamiento, la expiación y, en general, la justicia. De otro modo, casi inevitablemente caeremos de forma inconsciente en sustituir alguno de estos elementos por su versión secularizada, por la presión cultural del ambiente en el que nos movemos.

Termino diciendo una vez más que D. Francisco José ha hecho un estupendo trabajo en su artículo, planteando la cuestión y permitiendo así que profundicemos todos en ella, para conocer más y mejor la fe católica, que Dios ha confiado a su Iglesia para nuestra salvación.

Pintura: San Dimas crucificado.
InfoCatólica. Espada de doble filo   17    10    17

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