martes, 18 de abril de 2017

Dicen que ha resucitado.


Por Octavio Sequeiros
Quien no tenga ganas de aguantarse toda esta reseña, puede leer sólo este y el último párrafo. Baste decir que: Messori está entre los mejores apologistas del momento. Un apologista es un católico bíblicamente incorrecto (p. 232), especie en extinción que por algún oscuro designio conspirativo se dedica a la disciplina pre-conciliar de la apologética para mostrar la armonía entre la fe y el conocimiento racional, en este caso aplicado a los pasajes sobre la resurrección.
Compre de inmediato  este libro de un apologista de la peor estirpe, la de los eruditos aún con fe, gracia e ironía.
En Gladius n° 45 nos referimos la personalidad y la obra del autor, al comentar ¿Padeció bajo Poncio Pilato? Ahora, luego de ocho años y siete libros, continúa su trabajo apocalíptico –etimológicamente hablando, no se asuste– de re-velar o des-cubrir pasajes evangélicos fundamentales sepultados por la crítica de diversos infieles, católicos o parientes separados. Ud., si tiene la paciencia de ir a misa, ya se habrá enterado de que la resurrección es pura macana, es un símbolo, un mito, algo así como un Viagra teológico o teologúmeno. Pues bien, este libro le servirá de antídoto.
Claro, no se le puede pedir todo, también nuestro hombre cae en la tentación de quejarse porque tantos “hermanos”, desde protestantes a mahometanos, se peleen, nos odien como sus dioses mandan, y hayan convertido en pocilga y matadero a Jerusalén, esa pretendida “Ciudad de Paz”, sin aclarar si es la de Cristo o la de Clinton. En realidad, en la realidad de la Fe, la última palabra sobre la christliche Weltanschaung (p. 17), o visión cristiana de la totalidad, la tiene Nuestro Señor, quien por suerte no coincide con la del buen Messori; a través del más historiador de los evangelistas, el Mesías nos dio la razones de esta guerra y destrucción constante de Jerusalén: “Si al menos en este día conocieras también tú lo de tu paz…” y le echó la maldición de que no le quedará piedra sobre piedra “en castigo de que (anth’oon) no conociste la oportunidad de mi visita” (Lucas 19, 41-44). Esa maldición no la cumplieron sólo los obedientes romanos, sino todos sus providenciales destructores de ayer, hoy y mañana. Por eso no hay que acompañar los lamentos del autor, aunque vale la pena leer su cap. II, y por supuesto toda la obra.
A pesar de ese urbanismo ecuménico, Messori progresa, y mucho, respecto de sus libros anteriores; hasta se permite una mirada realista: “La historia ha demostrado que lo más frecuente es, y en apariencia lo más consistente desde el punto de vista humano, el paso de Jesús a Mahoma, y no al contrario” (p. 33). No hace falta ser francés para saber que se vienen los mahometanos y no hay con qué darles, opinión que no es sólo la mía, un simple mortal en las afueras del globo. Nada menos que el obispo de Cuomo, Mons. Alessandro Maggiolini, piensa lo mismo y algo peor de la “Roma cristiana”, cuyos fieles la abandonan por aburrimiento: así en su anunciado libro Fine della nostra cristianità presiente que Roma, correrá la suerte de la iglesia nordafricana.
El cap. V nos brinda una inteligente apologética ad usum sinistrorum et feministarum sustentada en el papel fundamental de las discípulas en la Resurrección y especialmente en la circunstancia de que Cristo conceda su primera aparición no “sólo a una mujer, sino a una que ha sido antes una histérica, una endemoniada, o quizás una prostituta”. Otro tanto respecto del presunto origen mítico del relato evangélico, y la actitud de los gentiles, aunque se le va la mano en la “estrategia pastoral” (este acierto lingüístico es de Messori) al comentar el discurso del Areópago, donde la ironía de los gentiles resulta peor que la persecución sadu-farisea, pues “el ridículo mata mucho mejor que la espada…”, (p. 66). Tanto la cruz como el Gulag parecen probar lo contrario.
Messori va descartando los argumentos del positivismo que explica los relatos de la resurrección ya sea por la transformación de un mito pagano o por las profecías del Antiguo Testamento: “en el origen de la convicción de un grupo de judíos en la resurrección de Jesús no hay profecías, sino que se trata de un acontecimiento… No es la fe en la Ley y los Profetas la que “crea” la resurrección” (p. 71). No hay antes, ni en los Evangelios ni en el A.T., una resurrección “para la gloria” de un resucitado, quien volverá a morir como cualquier hijo de vecino, aunque hay varias resurrecciones ocasionales, ni tampoco en la interna judía encontramos algún “hijo del hombre” que debiera sufrir y resucitar, incluidos los hipotéticos esenios y los discípulos de Emaús, que no se habían creído las palabras de Jesús, evidentemente puestas en duda por los discípulos (p. 78).
El cap. VII está destinado a analizar la falta de concordancia entre los relatos de la resurrección. Aquí, a Messori el campo se le hace orégano pues las diferencias entre los relatos son connaturales a los testigos de cualquier accidente, y al fin, hasta los exegetas tienden a aceptar los argumentos más obvios de orden natural. Este tema está retomado y ampliado notablemente con el apoyo del gran historiador Jacques Perret en los cap. XX y siguientes. Dicho sea de paso, Perret recuerda que se está llenando el famoso vacío entre la muerte de Jesús y la redacción de algunos textos evangélicos: “En la actualidad este intervalo que se quería prolongar muchos años, ha sido reducido a algunos años y en algunos círculos académicos a unos meses o días”… (p. 217). Chau invento de la comunidad cristiana actuando como taller literario antisemita.
El VIII, El sepulcro vacío, concentra el problema de la apologética. Desde Adán siempre existió “el hombre moderno”, o sea el “intelectual o el ideólogo que no cree en nada sobrenatural, salvo las elecciones, la división de poderes o la paz universal, temas sobre los que el verdulero de la esquina es hipercrítico más que una profesor de filosofía de Harvard.
 “Los más desgraciados de los hombres” (I Cor. 15,14 -19) cuyo papa sigue siendo Rudolf Bultmann, aunque hay gran competencia católica como el dominico E. M. Boismard o Hans Küng, acusan a los evangelios de pretender “hacernos creer que la resurrección es un hecho histórico objetivo”, y para ello recurren a la tijera, el instrumento exegético más importante de esta crítica, y recortan el pedazo que no les conviene como Mateo 27, 62-66. Concluye Messori. “es sabido que muchos cristianos se han unido a la controversia anticristiana… hay una necesidad de adaptarse al credo protestante para el que la fe sólo es la fe si se separa, o es del todo independiente, de las “obras” humanas, incluida la investigación histórica” (p. 96). La “necesidad” aludida obviamente no es intelectual sino política, pero imposible entrar en semejantes detalles no analizados en la obra aunque conocidos por todos los interesados en la verdad.
Observemos que también Messori hace algunas concesiones políticas: “La contraposición espíritu-materia en una misma persona es ajena al judaísmo y es en cambio característica de la cultura griega, y en general pagana”, etc. (p.101, p.107, et alia). Con esa afirmación intenta un acercamiento al judaísmo, pero el asunto no es tan sencillo, porque es la encarnación y no la resurrección (p. 93) la principal blasfemia para el judío (cf. mi recensión a El Verbo Encarnado del P. J.C. Ruta, Gladius n° 51), encarnación anunciada y pregustada con exceso por la mitología griega; por otra parte el racionalismo clausurado en el inmanentismo no es característica de la cultura grecorromana, para comprobarlo, aunque uno aborrezca la poesía y Homero, léase por lo menos una paginita de Tito Livio siempre salpicado con sucesos sobrenaturales que sus críticos suelen repudiar. Además nos hemos olvidado (p.114) de que en Grecia existían los héroes, seres que morían y recibían la apoteosis, la vida perdurable en el cielo en cuerpo y alma, sin esa pretendida contraposición entre espíritu y materia de que nos habla Messori, encandilado esta vez por la crítica judaizante que abomina la cultura clásica.
Los cap. XI al XVII, imperdibles, analizan los vestigios de la resurrección dejados en el sepulcro y los testigos inmediatos del hecho, entre ellos los famosos guardias que han motivado tantas elucubraciones antievangélicas. Destacamos solamente las páginas dedicadas a Antonio Persili, anciano y erudito párroco de Tívoli, que sorprendió a todos con su investigación sobre los diferentes lienzos que envolvieron a Cristo.
Los capítulos XVII y XIX dedicados a la popular hipótesis de que Cristo no murió en la cruz sino en Cachemira a los 120 años, no son de despreciar porque los biblistas, como las mujeres, según un viejo dicho, cuanto más tontas más peligrosas, y se lo puede comprobar consultando las librerías de la ilustrada Buenos Aires.
Los caps. XXVIII y XXIX no en vano están dedicados a Uta Ranke-Heinemann cuyo principal mérito es ser hija de un presidente alemán, algo así como si Zulemita (la hija del entonces presidente Menem) o Shakira (la entonces novia del hijo del presidente De la Rúa) hicieran exégesis en nombre de la mujer moderna, y apoyadas por el episcopado argentino. Es una especie de biblismo ultraconcentrado, lo más interesante del cual es la lingüística o discurso de la persecución, es decir, el que se viene contra la Iglesia en nombre, por supuesto, de la “humanidad” (p. 287) y el “verdadero” cristianismo. Estamos frente la tradicional ecclesia meretrix donde, como en las orgías de cabaret, las más desbocadas son ellas. Una experiencia inolvidable, para no perdérsela.
En fin, no se trata de luchar sólo ni principalmente contra los ataques positivistas o del monoteísmo anticristiano, “se trata de la adaptación (acelerada y casi absoluta) de muchos biblistas, incluso católicos, con frecuencia sacerdotes y religiosos, a los prejuicios y conclusiones de una dudosa ‘cientificidad’, la que hasta tiempos recientes era considerada en la Iglesia como la crítica destructiva y, por lo tanto, inaceptable de los ‘incrédulos’” (p. 165). Para no ser menos la Conferencia Episcopal Italiana promueve la “exégesis” del comunista Craveri, y el pobre Messori se pregunta “¿Es sólo una anécdota pintoresca o el signo inquietante de una atmósfera de impotencia, resignación o capitulación cada vez más extendida?” (p. 186).
En conclusión, uno de los aspectos más sugestivos de esta obra, en cuanto “signo de los tiempos”, es que estamos ante una apologética contra la propia tropa, porque cada vez es más actual la observación de San Mateo (10, 36) “los enemigos del hombre son los de la familia”.


*Messori, Vittorio. Dicen que ha resucitado. Una investigación sobre el sepulcro vacío. Madrid, Rialp, 2001, 297 p. 

www.quenotelacuenten.org (Abril 18 de 2017)

No hay comentarios:

Publicar un comentario